Mirando as Estrelas
Caeu ferido e tendeuse na area,
coas mans esnaquizadas, fervendo as meixelas,
os ollos acesos e postos no ceo
buscaban recaudo nas brillantes estrelas.
A pel moura e gastada picada por abellas,
sen pelo, sen roupa, espido tal como nacera
pechaba os olliños, luceiros que se cerran
e pensaba nunha vida lonxe das guerras.
Corría y corría sin sentido ni dirección, buscando siempre un más allá que lo alejara de aquella masacre. Ríos de sangre cruzaban de lado a lado las mal asfaltadas carreteras, si es que aquellos caminos podían merecer tal nombre. Una pierna sin dueño reposaba encima de un arbusto que era lo único con vida en aquel ténebre páramo. Rojo, marrón y gris, tres colores y una sola sensación, DOLOR.
La gente lloraba y gritaba para expresar un sentir que no tenía definición y cuyo significado no se lograba con la unión de fonemas, palabras u oraciones, llorar era el único método de aliviar el alama.
Dos hombres llevaban a rastro un cuerpo sin género y posiblemente sin vida. Una madre aguantaba en brazos a su hijo:
Os seus brazos sostíñano con dozura
acariñaba o seu pelo, bicaba as súas fazulas
cos ollos cerrados miraba ao ceo
o rapaciño aínda estaba quente
Negriño como a noite
De olliños tamén negros
De perniñas gordas, de brazos de caramelo
Así era o neniño mouro, así era antes da guerra.
Ríos de lágrimas, dolor sufrimiento y sobre todo muerte.
El niño seguía corriendo, ajeno a todo, sin rumbo. Primero una pierna, luego la otra, movimiento mecánico, incesante. Camino hacia lo lejano igual a camino hacia la vida.
Encontró refugio en una casa cuyos habitantes habían pasado a mejor vida. La madre abrazaba a su hijo sangrante. Sus ojos estaban abiertos como dos lunas, sus pupilas, más negras que el ébano estaban fuertemente dilatadas. Los dos tenían los ojos abiertos, de par en par, la muerte había llegado sin previo aviso. Las dos figuras parecían una Piedad de Miguel Ángel en su estado más puro. La madre abrazaba a su hijo como la virgen María lo había hecho con su hijo Jesús, solo que ahora dos mil años más tarde y con muchas más sangre y tragedia.
El niño no hizo caso a la escena, ni se inmutó al ver tal estampa, pasó de lado. La casa era amplia. En la sala, el padre reposaba tirado boca abajo en una mesilla. El color rojo de la sangre teñía la estancia. Ellos ya debían de haber pasado por allí, se dijo a si mismo el niño, al fin estaría a salvo.
Durmió en el suelo de la cocina, el único lugar en el que no había sangre. Se envolvió con unas mantas que encontró en el dormitorio. La noche había sido larga pero tranquila. El sol brillaba en lo alto, el calor era sofocante. El niño salió fuera.
Un continuo ruido se escuchó a lo lejos, el niño permaneció quieto, mudo, intentando percibir el sonido. En cuestión de segundos el ruido se hizo visible y un carro de combate M1A1 Abrams apareció delante de él. Bajó un soldado ataviado de ropajes militares y de camuflaje. Portaba una ametralladora M60. En su rostro se dibujaba una sonrisa, el niño no pudo ver sus ojos, unas gafas oscuras los cubrían. Desde el vehículo militar se escuchó claramente “Shoot him, I do not want any more problems! “. El niño no entendía nada. El militar cumplió órdenes. Sin pensárselo dos veces disparó a bocajarro, la bala impactó en la sien del niño que cayó fulminado en la arena. Sus ojos aún abiertos miraban al cielo, buscaban las estrellas, el sol, y en aquellas milésimas de segundo pensaba en una vida lejos de las guerras
Rojo, marrón y gris, colores del dolor.
Primeiro Premio II Concurso de Nanocontes IES Fontexería ( Departamento de Lingua Española) 2009-2010
El fruto del pasado
Los nudillos ensangrentados chorreaban sangre que se extendía lentamente por el brazo. Las astillas penetraban en la carne de aquella mano que ya había cumplido un lustro de vida. Un incesante dolor en la extremidad superior no sería excusa para cesar en la llamada.
Aquella robusta puerta no resistiría mucho los golpetazos que aquel hombre le estaba propinando. Dentro del caserío, Santiago se aferraba a la fe como única salida para librarse de un final que se presumía trágico.
Las criadas lloraban y llenaban de lágrimas su blanco uniforme, que ahora se mostraba traslúcido y dibujaba sus siluetas bajo un rayo de luz que entraba por las ventanas de la cocina.
En la segunda planta, un ataúd de ébano se hallaba abierto esperando pacientemente a su propietario.
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Los festejos se habían prolongado hasta altas horas de la madrugada. Todo el pueblo estaba de fiesta. Incontables puestos ambulantes llenaban las estrechas calles en las que un alubión de personas se congregaban: Un copioso banquete había precedido la fiesta. Las mejores carnes, frutas y verduras se extendían por las mesas en las que los pueblerinos se disponían. La plaza central nunca se había encontrado de ese modo. El alcalde de la villa, dejaba aparte sus refinados modales y se sumergía en aquellos deliciosos platos como si de un cerdo, que se rebosa por el fango, se tratase.
Santiago había llegado tarde al banquete. Todos lamían los últimos restos que se encontraban en su plato cuando el burgués decidió honrarlos con su presencia. Se dispuso en una mesa aparte. Apenas tenía amigos en el pueblo. Su personalidad no se lo permitía. Era un hombre joven, de unos 35 años, medía aproximadamente un metro y setenta centímetros, una altura estándar, que se veía mermada por una buena panza que dejaba entre ver la buena vida que se gastaba. Santiago era dueño de una finca que había pertenecido a los Montero desde tiempo inmemorial. Numerosas hectáreas conformaban un paisaje inaudito en el que toros, vacas y cerdos campaban a sus anchas.
Santiago Montero había heredado la envidia de toda persona. Con pocos años de edad su padre Marcos Montero había fallecido y su madre hacía frente a una hacienda que sola no podía gobernar. El tiempo transcurrió rápido tras la muerte de Marcos, un sitio estaba vacante en el esquema familiar de la época y Julio Menéndez no tardó en rellenarlo.
Sólo dos meses transcurrieron antes de que el nuevo gran burgués del pueblo se hallase muerto en el cobertizo que resguardaba a los caballos. Una gran horca de hierro lo atravesaba por el estomago que ahora inundado de sangre dejaba a la vista el interior de un cuerpo sin vida.
Nunca se supo quien había dado muerte a Julio Menéndez, pero todos situaban a Santiago, con tan solo catorce años de edad, como el causante de tal suceso. Una sonrisa afloraba en su rostro cuando el que había sido su padrastro dejaba por siempre la hacienda en la que su padre duramente había trabajado, para trasladarse a un frío ataúd cubierto por tierra, húmeda tierra que impediría su vuelta al mundo real.
La finca sería dirigida desde aquel mismo momento por Santiago. Isabella, su madre, no tardó en acompañar a su marido y exmarido, desde el asesinato de Julio la relación madre e hijo no había sido del todo cómoda e incluso Isabella sentía pánico en su compañía. La actitud cínica de Santiago hacían de él un terrateniente adinerado que se había forjado en el peor de los panoramas familiares.
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Un chorro de sangre se deslizaba por debajo de la puerta de aquel pequeño cobertizo. Sus ojos perdidos en un inimaginable punto y su rostro que escondía un desfigurado gesto acompañaban a una estampa trágica en la que la joven era el centro del tríptico. Sin ropa, y con claros síntomas de haber sido violada Sara se encontraba tendida cuan larga era sobre su magullado cuerpo que temblaba incesablemente, pero no de frío, sino de temor, rabia y miedo.
Segundo Premio Concurso de Nanocontos IES Fontexería ( 2008-2009).